martes, 23 de septiembre de 2008

EL RESCATE DE "EL PELAYO"


El Cidacos es un río chiquito que se despierta gigante cada medio siglo. Hace ahora 65 años, el 21 de septiembre de 1943, el Calendario Zaragozano auguraba lo de siempre: frío en invierno y calor en verano. Así que nada hacía sospechar el chandrío que acechaba. Recién habían terminado las Fiestas y los labriegos ya pensaban en recoger las uvas.
Del río y el mulo cuanto más lejos más seguro, pensaba un niño de 11 años que se llamaba Domingo Escudero Andía y que, de repente, miró al cielo para atisbar que estaba más negro que un tizón y aquella tormenta que llegaba por La Falconera, si entraba al pueblo, iba a traer agua, mucha agua. Demasiada...
Los chinos, esos que son tantos que si saltan juntos mueven la pelota en la que vivimos, dicen que antes de que venga la riada hay que construir la presa. Pero eso era planificar demasiado en aquel Olite pobre de severa posguerra. El nublado llegó al pueblo en forma tremenda. Tocaron las campanas que en la guerra habían anunciado el paso de aviones tricolores e incendios en el monte. El arrebato alarmó a la población. Las aguas rugían como si fueran hijas del mar y no de un triste regacho. La crecida que llegaba era la madre de la de otros años.
El niño que junto a cinco hermanos vivía en la calle de la Judería se acercó a la tajada del Castillo para ver qué pasaba en el vecino convento de los padres Franciscanos. Se oían gritos y se acordó de El Pelayo. El mendigo era chaparro de estatura y llevaba una boina colorada que delataba su paso por el requeté. Con su colega Rataplán, el otro mendicante que había en el pueblo, acudía a tomar la folla que daban los frailes. Habían convertido el Pórtico franciscano en comedor y en los bancos de la portería pasaban, a resguardo, la noche.
La crecida del río rebosó el Cidacos por el Puente de Hierro, cuyo ojo taponado desvió un cauce que enfiló hacia la estación del tren, entró por los frailes hasta más allá de lo que hoy es su aparcamiento y arrasó las casas baratas del barrio Chino. La tormenta pilló solo a El Pelayo en su dormitorio prestado. Rataplán había desaparecido. El pobre clamaba y clamaba pidiendo ayuda. Había quedado atrapado en el Pórtico y el agua ya le llegaba al cuello.
A los vecinos de El Chino no les iba mejor la cosa. Algunos había colocado sacos terreros a pie de puerta. Pero la medida fue tan inútil que varios acabaron encaramados al tejado para solicitar auxilio. Al pastor Izuriaga le tragó el agua el rebaño que guardaba en un redil en la Estación, donde la casa de Tanco. La virulencia de la corriente era tal que alguna oveja acabó encima del altar de la iglesia de los Franciscanos. El río traía cadáveres de perros, gallinas o caballos. Cutos arrastrados por las aguas llegaban desde Tafalla y pasaban ya a metros de las almenas del Palacio. La tapia de la huerta de los frailes se derrumbó y el templo quedó anegado. El alumbrado público también fundió su brillo. Mientras, El Pelayo continuaba a grito pelado.
El niño Domingo se acercó más a la orilla de la nueva playa de Olite. El camión de Prieto, uno de los pocos que había en la localidad, iluminaba con sus focos el convento. Varios hombres iban a intentar rescatar al mendigo. Se jugaban la piel. Ataron una cuerda de galera a un árbol. Primero pasó José Alegre Martín. Fulgencio Ayesa Llorente, Fulgencín; Emilio Azcárate Leoz, Gonzalo y un sargento de la guardia civil fueron detrás. Con el agua hasta el pecho y luchando contracorriente, los valientes avanzaban de árbol a árbol. Por fin, alcanzaron al pobre Pelayo, que salvó así el pellejo cuando ya rezaba al Santísimo para que acogiera su pecador espectro.
En los bajos del convento también dormía fray Teodorico, el portero del cenobio, para cuyo rescate sus hermanos franciscanos abrieron un boquete en el techo desde el que fue aupado hasta el piso superior. Otro milagro. Los salvadores de El Pelayo fueron condecorados. Previo pago de 75 pesetas del alma, el Gobernador les ofreció una medalla de tercera.
No obstante, y es lo que vale más que la plata de Potosí, durante años los mayores contaron esta historia a los más pequeños como ejemplo solidario de la actuación del vecindario. Siempre hay mil soles detrás de las nubes negras y los de Olite aprendieron que la vida del más humilde mendigo es tan digna como la de cualquier soberano.